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Colombia

1

Me las piro a Colombia. Razón: Mi muy generosa y laboriosa amiga Carolina me invita a pasar dos semanas en su casa de Barranquilla para ayudarla a rodar su proyecto de final de curso. Tras hacer escala en Miami llego a Cartagena de Indias en plena tormenta tropical. Viento y lluvia desatados. Palmeras y vegetación exuberante ondeando a merced del elemento eólico. En el instante en que me apeo del avión quedo completamente empapado de humedad y cientos de gotitas de agua tibia salpican mi piel. Huele a tierra mojada, agradable perfume caribeño. En la terminal, secas y a salvo, me esperan Carolina, Crystal, Stephanie y Alberto, el chauffer de la troupe. Esa misma tarde visitamos Cartagena con la calma y apaciguamiento que suelen componerse después de toda tormenta.

Nos paseamos por los vetustos vestigios de la colonización española. La monumental muralla de Cartagena, segmentada por baluartes y torres de vigía, me deja un poco indiferente. El palacio de la inquisición sí que me afecta, hasta me provoca escalofríos, pues retiene museizada maldad en estado puro. La fortaleza de San Felipe de Barajas, la más importante construida por España en el continente americano, no es honrada por nuestra visita. Vista des de lejos se ve imponente, hasta se podría decir que majestuosa. Presiento que, examinada de cerca, hubiera despertado en mi los previsibles pensamientos críticos y reactivos contra la naturaleza imperialista de España, que ya me empiezo a conocer un poco, y prefiero no ahondar demasiado en el tema. Por eso le hecho un fugaz vistazo distante y la dejo allí, a lo lejos, encerrada en su majestuosidad de piedra enmohecida. Los monumentos consagrados al fundador de la ciudad, Pedro de Herédia, y al liberador panamericano, Simón Bolívar, tampoco me producen ninguna reacción digna de ser descrita.

Pero las casas alegremente policromadas, con sus patios interiores cargados de serenidad; las callecitas en reposo a las que se asoman unos ancianos balcones de madera macerada; y las inolvidables sombras, perspectivas, claroscuros, rinconcillos y esquinitas que todo eso genera… Esa cotidiana belleza sí que me seduce y me despierta del letargo apático con el que he llegado al trópico. Y esa luz! Que luz! Como la Delft de Vermeer, la ciudad que fue puerto del virreinato de Nueva Granada se adentra en la tarde, y se adormece bajo un suave reflejo argentoso que hace difícil imaginar los dolorosísimos momentos que se ha visto obligada a soportar a lo largo de su accidentada historia.

La heroica Cartagena es conocida y admirada por su abnegada resistencia ante los devastadores sitios perpetrados, primero por piratas como John Hawkins o su sobrino Francis Drake, y después por los mismos españoles, cuando en 1815 intentaron reconquistar lo que ya no podían abarcar. Esa luz y esas calles que tanto sufrimiento presenciaron a medida que se ponía el Sol en Castilla, se convertirían siglos más tarde en Patrimonio de la Humanidad, con su Torre del Reloj, sus enormes Lagunas, sus Jesuitas educadores, su casa de García Márquez, y todas esas cosas que le hacen a uno pensar: Coñostiaputa! En esta ciudad hay una radiación superior a lo que me esperaba!

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Mi hipersensibilidad se dispara en los rodajes, lo tengo ya más que comprobado. Me puede afectar todo: la forma como se me piden las cosas, las altas cotas de aguante físico que se exigen, el tono con que se pronuncia mi nombre al llamarme… En ese contexto, una mala respuesta puede hacerle a uno cambiar el humor de toda la jornada, algo parecido a lo que una vez dijo Woody Allen: “Disfruta lo que puedas del día hasta que alguien te lo estropee”.

Y es que todo me afecta demasiado, más de lo que se podría considerar saludable. Así las cosas, no sé que hacer con mi hipersensibilidad; si aceptar el mundo con sus defectos, e intentar hacerles caso omiso; o si admitir que soy un hipercrítico de los cojones y continuar no aceptando los defectos de fábrica que afligen a la realidad. En caso que me conformara con éste mundo y su gente, es decir, si decidiera afrontar dicho mundo y dicha gente tal cuál son, entonces podría plantearme hacer cine, con todo el lío que eso conllevaría. Si por otro lado decidiera acatar mi hipersensitividad y no luchar contra ella, entonces ya podría ir olvidándome de la vida y del cine, pues me recubriría con una membrana protectora, e intentaría ser escritor en un aislamiento monacal.

Woody Allen es uno de los poquísimos que han sido capaces de mantenerse dentro de su caparazón y al mismo tiempo hacer cine… Además, el colega también ha escrito kilómetros y publicado varios libros, supongo que por eso es uno de los mayores genios que han existido nunca. Pero aún así, el director de Brooklyn se ha tenido que crear su propio mundo extraño, él mismo lo sabe y lo reconoce. En una de sus entrevistas con Eric Lax admite sin complejos que, debido a su acusada sensibilidad y sus múltiples neuras, le hubiera tocado ser completamente infeliz en esta vida, pero que milagrosamente se ha podido salvar por poquísimo, y entiende que para que se diera tal bendición ha hecho falta que muchas cosas le fueran muy bien.

Allen se sabe extremadamente afortunado, y con el tiempo ha aprendido a aceptar los defectos de fábrica de ésta, nuestra realidad, con sentencias tan clarividentes como: “Living is messy” o aquél diálogo entre dos señoras que, hablando de la comida en un restaurante dicen: “The food at this place is really terrible”, a lo que la otra contesta: “Yeah, I know; and such small portions…”. Así es como Woody Allen dice sentirse en relación a la existencia. Se trata de un pesimista adicto a la vida.

Entonces parece que está bastante claro no? Estoy hecho un lío, luego, quiero escribir. Pero de momento haré cine, tomándomelo como una mili autoimpuesta destinada a curtir mi fràgil epidermis y hacerme más adaptado a las muchas dimensiones que el trabajo creativo puede plantearle a uno. A ver, maticemos, tampoco es que lo sufra tanto, pero sí es cierto que debo hacer el esfuerzo de relacionarme más con unas facetas de la realidad que me dan mucha pereza, y todo para no acabar siendo el ser huraño y atormentado que desde hace tiempo procuro mantener alejado de mi.

Si miro atrás veo que a menudo he tenido que forzarme a hacer aquello por lo que me veía incapacitado: hablar en público cuando me ruborizaba más que un tomate radioactivo, ir de viaje a sitios inhóspitos cuando no era capaz ni de salir de casa a comprar el periódico, leer a los grandes autores sin apenas tener idea de quién eran o qué decían… He aprendido a través del dolor, a base de hostias fuertes, justo cómo, al principio de la Orestíada, Esquilo nos recalca que se puede uno hacer más sabio… Ha sido y está siendo complicado, a menudo desesperante, pero eso me ha permitido abrir muchas puertas, presumo. “Ses meves barreres no són re tseriós”, me susurro frecuentemente con un sotto voce de Joan Miquel, para ayudarme a tirar adelante. Un día me las saltaré todas a la vez.

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I de repente: Zbuuüüüuub! Sonido de disco que se ralla. En medio del rodaje, sudando a chorros dentro de una escuela de ballet, me entero de que la niña María Camila, protagonista del corto que estamos rodando, se cambió el nombre a sí misma a la prematura edad de los 4 años. Su abuela se llamaba Fabiana, su madre también, y la criatura se iba a llamar, cómo no, Fabianita, hasta que un día dejó de responder a ese apelativo y se auto-rebautizó con el muy distinguido nombre de María Camila. La anécdota me parece pura poesía, metáfora quintaesencial de lo que es la voluntad de romper con un destino predeterminado a repetirse. Una relación entre madre e hija en que la niña destruye el espejo que las refleja a ambas para poder ser más ella misma.

Pero lo que más le sorprende a uno es la naturalidad con que lo hace todo María Camila, como si hubiera meditado ya todos y cada uno de sus movimientos en alguna de sus vidas anteriores. Al observarla detenidamente parece que haya venido des de muy lejos, sabiendo perfectamente quién es, y corrigiendo con naturalidad los errores que el mundo y su gente puedan cometer para con su personita.

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Lees un breve ensayo sobre la repetición en los diarios de Kierkegaard. Te cabreas contigo mismo y te planteas escribir sobre cómo lo que decías en relación a la fe en el anterior fragmentario es muy parecido a lo que ya dijo el filósofo danés mucho mejor y más extendidamente. Encabronado, te das cuenta, otra vez, de que ya está casi todo dicho y que uno ya no se puede emocionar sinceramente por casi nada que crea haber descubierto. Los vericuetos del alma humana están ya muy explorados, trillados. Eterno retorno de lo mismo, repetición permanente, reminiscencia platónica, saber es recordar, y recordar a su vez lo que otros ya hayan recordado previamente. Es la naturaleza humana, que lleva un largo camino recorrido…

Con todo eso en la cabeza, me acuerdo de cuando al cumplir 21 años me auto-regalé la edición Gredos de las obras completas de Platón, y de cómo al mirarlas aún sin abrir encima de la mesa del comedor, tuve la sensación que ahí se encontraba todo. Y efectivamente, estaba en lo cierto, al menos en lo que a la tradición occidental se refiere, al menos según el parecer de A. N. Whitehead. Como se puede ser ya tan viejo y tan joven a la vez? Tan ingenuamente de ida, y tan resabiadamente de vuelta de las cosas. Creyendo que aun se puede descubrir algo y escribiendo que ya está casi todo descubierto… Tengo demasiados yoes. Esto tiene que cambiar. La posibilidad de una revelación me da una perenne esperanza. Procuro mirar hacia oriente por el rabillo del ojo, pero aún no veo nada.

Todos los heterónimos usados por Kierkegaard en sus diferentes obras, como los que Holderlin utilizaba para firmar sus poemas durante su larga etapa de locura, o los que también usó Pessoa, y tantos otros autores… Todos esos alter-egos, pseudónimos, otrónimos, semiheterónimos, y demás ónimos, me hacen constatar que nunca somos plenamente nosotros mismos, que somos siempre partes, fragmentos, aunque no por eso menos sujetos unitarios, o algo.

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A veces intento ponerme de puntillas. Creo que quiero ser más alto. No sé si eso es bueno o malo.

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Cada dos por tres salen nuevos estudios que demuestran que Colon era català. Colom-Colombia. En Barranquilla a las palomitas se las llama crispetas, y una de las comidas más populares es la butifarra. Al lorete. Empieza aquí otra vez mi habitual razonamiento recurrente entorno a la catalanidad. En la presente ocasión me intento imaginar qué sería de los catalanes sin la ranciedad de la que habla García Márquez en su cuento “Tramuntana”, y que, ciertamente, nos caracteriza a bastantes de nosotros, así como también a muchos otros no catalanes… Pero es verdad, tanto ellos como nosotros nos podríamos ahorrar esa obsesión por el ahorro, y saber ser emprendedores gozando a su vez de los dividendos de nuestro esfuerzo de forma despreocupada. Ganarnos la vida, pero también disfrutarla.

Es lugar común decir que los catalanes de poco hacemos mucho, y de hecho, sobre esto también pensaba escribir. De cómo “de les pedres en fem pans”. De cómo de lo roto y fragmentario podemos crear belleza, y acabar sacando un sentido trascendente a lo más prosaico. De cómo, al revés que los españoles, nosotros hacemos mosaicos, reciclamos, reutilizamos, rehacemos, somos más comprensivos, menos imperiales. De cómo nos bastamos y nos sobramos. De cómo dice más un banco del Parc Güell que cualquier edificio neoclásico de la Gran Vía madrileña. Y de cómo todo eso es metáfora de cierta catalanidad virtuosa oponible a cierta castellanidad rancia. Aunque si aparecen por ahí Velázquez, Cervantes o Goya, entonces me saco el sombrero que nunca llevo y me callo.

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Conduciendo por una de las calles del circuito reticular de Barranquilla, una de esas que en días de lluvia torrencial pierde su función de vía urbana para convertirse en arroyo, Carolina atraviesa un peligroso cruce sin el menor titubeo. Le pido que vaya con más cautela, que hay otros coches que podrían hacer lo mismo y provocar una bonita explosión conjunta, pero lejos de admitir su imprudencia, ella me suelta satisfecha una sentencia forjada en la más profunda cultura popular barranquillera: “En estas calles el vivo vive del bobo”.

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Por las calles de Barranquilla se puede oír con frecuencia el traqueteo de los burros tirando carros cargados de toda clase de bainas. Es ese un sonido que se presta a mezclarse con el cantar de las mujeres que venden cocada, alegría, enyucada, rosquitas… Todo ello transportado en coloridas y sobrecargadas palanganas posadas sobre sus cabezas. De forma similar se venden papayas, mangos, guayabas, aguacates, deditos, chuzo, raspao, helados… Un rico y variado escaparate ambulante que es ofrecido a viva voz a los transeúntes de las siempre concurridas aceras. Se trata de lo que un economista definiría como economía sumergida, o lo que para el colombiano de a pié no es más que el conocido fenómeno del rebusque.

La variedad del lenguaje costeño me deslumbra por su florido léxico, que parece generarse espontáneamente en diferentes enclaves de la ribera caribeña. Se trata de una lengua creativamente precisa, un instrumento al servicio de la comunicación acurada que es cuidadosamente mantenido en vigor por los muchos cultores de la lengua que hay en la zona. Oír hablarlo me induce a escribir este fragmentario en castellano. Según me explican mis recién adquiridos amigos barranquilleros Mario y Gabriel, en la Colombia caribeña cada pueblo es un mundo, como las polis en la antigua Grecia pero estableciendo relaciones de forma orgánica, sin conflictos de por medio. Barranquilla es el pueblo grande, pero no por ello deja de ser un pueblo, dicen.

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Saliendo por las ventanas de casas y coches se puede oír música de todos los colores y para todos los gustos. El Vallenato reina por encima de todos los estilos. Es la banda sonora perpétua de esta sociedad en que aún se percibe una saludable ingenuidad, donde sigue habiendo interés por todo… Como en muchos otros sitios vaya, pero me da la impresión que aquí la gente no pretende estar de vuelta de nada, parece que aún esté permitido descubrir algo nuevo de vez en cuando.

Mientras pienso esto y lo apunto en mi libretita, me pregunto sobre esta obsesión mía por la ingenuidad. Supongo que si me interesa tanto y la busco con tanto esmero, es simplemente porqué me gusta rodearme de gente ingenua para poder serlo yo también, para poder ser el “bon nen” que mis abuelas intentaron enraizar y hacer germinar en el Pauet infante. Siempre me he sentido bien cuando me ha rodeado de gente cándida, inocente y con buena voluntad, porque noto que a su alrededor también yo me puedo desenvolver despreocupadamente. Me gusta no saber, poder sentirme tonto sin tener que pedir perdón. Hasta podría llegar a decir que me gusta ser inútil, el tipo inútil entrañable, creo que ayuda a lubricar los engranajes de las relaciones con los demás. Las expresiones abuelescas como “Has de fer bondat” o “Creu, que no creus”, que tanta gracia le hacían a mi buen amigo Cesc, se me imponen ahora como silogismos inapelables.

Todos tenemos el niño con el que empezamos a vivir siempre lantente en nuestro interior. Algunos lo mantienen más vivo y otros menos. Des de hace tiempo que me siento atraído por la gente en la que se puede intuir el niño que un día fueron, los que nunca han dejado de serlo del todo, los que viven con despreocupación y aún se pegan hostias de vez en cuando, porque les falta un tornillo. Proyectos de hombre, homúnculos a los que se les pueda apelar a un ininteligible imperativo categórico, a esos quiero conocer. Y vivir ingenuo, crear sincera y desprevenidamente, a lo Walser, nunca pensando que sé algo absolutamente. Sin puntos y final.

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Después de mi obstinada insistencia durante varios días, finalmente una noche vamos a cenar a la Cueva, el mítico restaurante de cazadores situado entre la calle 59 y la avenida 20 de Julio. Fundado en 1954 por Eduardo Vilá, allí era donde se reunían escritores y artistas como el pintor Alejandro Obregón, el cejudo Gabriel García Márquez o el cuentista Àlvaro Cepeda Samudio, que conformaron el Grupo de Barranquilla, dirigido por Ramón Vinyes, “el sabio catalán”. Se dedicaban a leer con atención a los grandes autores rusos, ingleses y americanos, por simple y pura afición, que es cuando realmente se asimila el contenido de los textos. El surrealismo formaba parte de la cotidianeidad de ese grupo, como la vez que Alejandro Obregón se presentó al restaurante con un elefante para que Eduardo Vilá le abriera la puerta y así poder acabar la noche/empezar el día bebiendo más ron. Cenando en ese local junto con Carolina, Mario, Crystal y Stephanie me de la sensación que, en buena medida, el arte se gesta entre amigos.

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Río Magdalena. Shakira. Juan Valdez. Llorona Loca. Museo del Caribe. Guajira. El caimán que se va para Barranquilla, y el Júnior, que ha ganado la liga de fútbol colombiana de la presente temporada. Aquí estamos, haciendo un poco de “name dropping”, que siempre es efectivo.

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Sueñas con ser como Pla, Vila-Matas, Gombrowicz, Walser, Musil… Quieres ser como ellos pero mejor, intentar superarlos, osas, de grandeza deliras, aunque tu seny te hace presentir que no les llegarás ni a la suela del zapato. Porqué la devastadora verdad que contiene el apotegma: “Ars longa, vita brevis” te va a joder prematuramente. Porqué además, también querrías ser como Woody Allen, Descartes, Goethe, Moisés, Ulises, Sófocles… Sófocles… Pero nunca podrás con todo.

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Rosita, palestino-colombiana y barranquillera, me cuenta la historia de una mujer, también palestina, que se prometió con un médico compatriota suyo que al poco de sellar el compromiso se fue a París jurando volver pronto, pero que finalmente nunca retornó. Jamás se supo de él otra vez, pero la mujer le esperó, sola, hasta su muerte.

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El ajiaco que nos prepara Josefa la noche antes de irnos de Colombia justifica todo el viaje. La cocinera de la familia de Carolina es capaz de enmarmitar todo el sabor colombiano en un potaje prodigioso integrado por maíz, pollo, papas blancas y rojas, alcaparras, crema de leche, … Y todo lo que se le quiera añadir al guiso, que se sirve acompañado de arroz y una tajada de aguacate. Pero no sólo esa noche nos deleitó Josefa con su magia culinaria, pues cada mañana amanecía con un jugo de mango recién hecho sobre la mesa de la cocina y una arepa o empanada cociéndose en la sartén, las dos variantes de comida en las que se sustenta medio país.

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“Mockus come mocos”, dice una de las niñas que hace de extra para la escena del ballet, mientras mastica una cheeseburger del McDonalds. Días después de los mocos de Mockus, ya de camino al aeropuerto para volver, Alberto me habla sobre la situación política colombiana y me cuenta que, hace solo unos pocos años, el mero hecho de ir por carretera era peligroso, pues la guerrilla salía de pesca milagrosa. Se ve que cortaban la carretera y empezaban a pedir documentación a la gente que paraba, hasta que encontraban a alguien que pudiera proporcionar una suma sustanciosa por su rescate.

A medida que vamos adelantando destacamentos del ejercito que marchan por el arcén, Alberto me cuenta que cuando él era policía su vida estaba en riesgo permanente y que desgraciadamente tuvo que ver a bastantes de sus compañeros morir de servicio. Me cuenta también que hasta hace poco, siendo guardaespaldas, también temía por su vida a diario, pero que des de que entró Uribe todo cambió, y que los errores estratégicos de la era del presidente Pastrana se fueron solucionando progresivamente hasta reducir la guerrilla a escombros. Me comenta que gran parte del mérito de las mejoras en seguridad se deben a Juan Manuel Santos, el ex ministro de defensa que en esos momentos lleva una ventaja considerable al inteligentísimo Antanas Mockus, candidato verde a la presidencia de Colombia.

Por lo que veo, Mockus, el dos veces alcalde de Bogotá de ascendencia lituana y aquejado de la enfermedad de Párkinson, despierta mucha más simpatía entre los jóvenes con los que me he relacionado durante los días de rodaje, y en un servidor, que el conservador Santos. El Doctor Mockus fue un niño prodigio, estudió matemáticas y filosofía, y una vez enseñó el culo a todo un auditorio universitario que no le dejaba hablar, un gesto digno de ser perpretado por Diógenes de Sínope y luego descrito por Diógenes Laercio. Me parece a mi cojonudo que el entonces Rector de la Universidad Nacional de Colombia les mostrara el ojete a los impertinentes que le impedían expresarse libremente, un gesto poco convencional y divertido que en cierto modo le honra. Pero claro, si además come mocos…

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Al llegar a Nueva York de nuevo, por unos instantes todo me parece ortopédico, forzado, falto de soltura, sin gracia ni equilibrio algunos. Frío, nórdico, completamente anglosajón. Pero al rato subo en un taxi dominicano y me adentro en la gran máquina urbana, constatando rápidamente que también aquí todo fluye, puede que menos alegremente, pero fluye, sin duda. Mucho. Como un manantial de ríos desbocados y afluentes destinados al recíproco desemboque.