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Tiempo de estaciones

LA VANGUARDIA Cultura/s 03.05.06

CARLES GORINI

Es poco probable encontrar a alguien que no haya estado nunca en una estación de ferrocarril. En alguna ocasión, cualquiera de nosotros ha tenido que subir a un tren. También es posible que, al mirar una película, hayamos asistido a aquel preciso momento en que los protagonistas se fundían en un beso, indiferentes al bullicio de la gente, en medio de un andén. Incluso no sería raro que alguna melodía rítmica nos devolviera la imagen de alguna escena ferroviaria del recuerdo. En 1928 Arthur Honegger, en plena Edad de Oro del ferrocarril, compuso la Sinfonía Pacific 231, un homenaje a la locomotora de vapor, sin duda una gran partitura. Se inicia con un majestuoso arranque, continúa con el galope enérgico, y finaliza cuando la detención de aquel artilugio lo devuelve al reposo. Para Honegger el recorrido del tren tenía un inicio y un final en un lugar que era la estación. Cincuenta años después, el grupo Kraftwerk, sorprendía con Trans Europe Express, una composición sobre el tren que unía entonces Europa y donde el ritmo es constante, sin principio ni fin. Como un perpetuum mobile. La gran estación, que había sido durante décadas el lugar simbólico por donde tantas ilusiones y fracasos iban a la ciudad, y volvían de ella, dejó de ser lo que era -entre Honegger y Kraftwerk- para transformarse en un simple contenedor en el que los trenes y la ciudad intercambiaban su mercancía, los viajeros.

En los inicios del ferrocarril, los embarcaderos -como se llamaba entonces a las estaciones- eran construcciones sencillas que crecieron a medida que las necesidades fueron exigiendo su ampliación. Los primeros tiempos vieron cómo aquellos tinglados, que se encontraban al principio en los límites urbanos de la ciudad, porque era allí donde se disponía del suficiente terreno baldío a un precio aceptable para el capital privado que las financiaba, fueron engullidos por el vertiginoso despliegue de la ciudad industrial. La ciudad crecía y la estación se convirtió en su puerta de entrada y salida, aquella primera o última imagen de la urbe que el viajero se llevaba, como un añadido, en su equipaje. Tan pronto como fueron conscientes de este hecho, la ciudad y el ferrocarril, se apresuraron a construir templos a la medida de aquello que querían expresar. Unos edificios a medio camino entre el palacio y la fábrica, que surgirán por todas partes suntuosamente ornamentados, con altas torres que exhibirán visibles relojes -disputando ya la difusión de una hora unificada a los anárquicos campanarios de las iglesias- y desplegando todo tipo de signos que llevarán el nombre de la Compañía del Ferrocarril tan lejos como en sus trenes puedan llevarlo los viajeros, deslumbrados por tanta fastuosidad.
La carrera por tener la estación más grande, elegante y representativa -título que en Europa ostentó Leipzig- barrió en pocos años los primitivos embarcaderos. Sobre sus ruinas los nuevos edificios hablaban a voces de la pujanza de los tiempos modernos. Todas las grandes ciudades europeas y norteamericanas dispusieron a finales del siglo XIX de su estación de ferrocarril, que se convirtió en el escenario privilegiado donde se visualizaba el tráfico de un mundo atolondrado.

La percepción que la ciudad tenía de sus estaciones se vio, sin embargo, fatalmente perjudicada por las profundas transformaciones que el transporte sufrió hacia la mitad del siglo siguiente, y al dejar atrás aquellos años dorados del tren, se esfumó la capacidad de las estaciones para comunicar al mundo las maravillas de aquel invento que repartió el progreso. Tras finalizar la II Guerra Mundial, la locomotora de vapor, la bestia de acero, estaba herida de muerte, y con su desaparición se llevó también todos los signos de su reinado. Con ella se fueron de golpe muchas de aquellas grandes estaciones, con sus elegantes vestíbulos y colosales naves de esbeltos arcos. En aquella posguerra, el transporte dio un vuelco, y en su revolución, surgieron nuevos modelos que desplazaron al ferrocarril. Fue a partir de entonces cuando el aeropuerto le arrebató a la estación su discurso y ésta descubrió, de repente, que ya no tenía sentido. Olvidando que aquellas naves gigantescas se levantaban en medio de la ciudad para algo más que para evacuar el humo de las locomotoras, se pasaba por alto que su imagen había sido indiferenciable del ferrocarril. Destruyendo las grandes estaciones se acababa también con una determinada semiótica de aquel sistema de transporte, que parecía -en aquellos años del siglo XX- que sólo podía pertenecer al avión. El viaje por ferrocarril casi desapareció. En EE.UU., donde el camino de hierro había sido mito y quimera, la epidemia del avión borró de la superficie de las ciudades cualquier rastro de las grandes estaciones. Tan sólo Alemania, allí donde el ferrocarril había resultado menos un negocio capitalista y más una cuestión de estado, esas grandes estaciones subsistieron, aunque muchas de ellas para denunciar con sus heridas, las destrucciones de la guerra.

Louis Armand, que fue director general de la SNCF, dijo que el ferrocarril sería el transporte del siglo XXI si conseguía sobrevivir al XX. Y tenía razón, porque las ciudades actuales, afrontando los retos del futuro, redescubren la importancia de los signos y encuentran, en el ferrocarril y en aquellas viejas estaciones -cuando las conservaron- las huellas de su identidad. El tren de alta velocidad, en su competencia con el avión, ha devuelto al ferrocarril un protagonismo que tiene, como principal ventaja frente al aeropuerto, que penetra hasta el corazón mismo de la trama urbana. La nueva estación, otra vez templo de la modernidad, puede volver a ser visible, y así se invierten ingentes recursos en modernizar (o dignificar) las ya existentes, o construirlas de nuevo cuando la ambición es máxima. Es el caso de Berlín, quizás la nueva capital de Europa, que ofrece la estación Lehrter como alfombra roja de bienvenida. El edificio berlinés recupera el diálogo entre la ciudad y el ferrocarril, y su concepto elevado la hace visible desde muchos puntos de la ciudad. Se trata de una gran nave, recubierta de cristal que sigue la forma ligeramente curva del trazado de las vías. Ese gigantesco volumen transparente, se halla cruzado por una estructura -el bügelbrucken- que relaciona las dos poderosas torres que flanquean la nave y en las que, de nuevo, se ha situado un gran reloj. Barcelona, una ciudad siempre preocupada por su imagen, parece haber diseñado otra estrategia diferente para recibir ese tren del futuro, que aquí llamamos AVE. La Sagrera será una estación subterránea, invisible desde el exterior, sin signos que delaten su existencia. La ciudad no quiere reconocer el valor de quien le aporta cada día una parte de su sabia y prefiere no dar visibilidad a un espacio por donde circulan cada año millones de personas. Y ahí continúa, para nuestra desgracia la estación de Francia, la última gran estación construida en Europa: tumbada sobre la ciudad como una ballena varada, mientras ninguna administración se decide a tocarla, no sea que como Moby Dick , arrastre hacia al desastre a su capitán Ahab.