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Carles Gorini


Algún día se deberá estudiar en serio por qué los niños siguen dibujando cajas con chimeneas y ruedas de palos cada vez que se les pide representar un tren. La posibilidad de que alguno de ellos haya visto funcionar al Caballo de Hierros es escasa en nuestros días.

En este país la gente viaja poco en tren aunque cada vez va más en él. Los que lo hacen a diario, utilizan otro tipo de cajas diferentes a las que dibujan los niños, donde la certeza de que es un tren sólo viene dada por que circula por la vía. Por su diseño no difiere mucho de un tranvía o un autobús y parece que los medios de transporte colectivo pretenden unificar su imagen, o quizás, desean camuflar mejor su presencia. El tren se usa más, es cierto, pero emociona menos.

Hacia mediados de los años noventa, Miquel Llevat, por aquel entonces director de Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya (F.G.C.), tomó la responsabilidad de emprender la restauración de diversos trenes antiguos. La idea era superar las expectativas de la demanda, que el cliente de F.G.C. encontrara alguna cosa en el trayecto que no se esperara, algo amable que mantuviera vivo en la memoria el viaje y le proporcionase una experiencia agradable relacionada con el ferrocarril. Se pretendía pues, una fidelización del cliente a partir del estímulo de aquel recuerdo de la infancia, del reencuentro con aquella máquina que resoplaba y echaba humo, pero que hasta entonces vivía dibujada en un papel.

Aunque no sólo de recuerdos se construye una imagen. Para potenciar el uso del ferrocarril, sin duda el medio más seguro y socialmente rentable, F.G.C. instauró un programa enfocado a las escuelas. Desde sus inicios y hasta nuestros días, miles de escolares han podido comprobar cómo era en realidad aquel objeto que, hasta entonces, tan solo estaba en su imaginación. Pero aun con ser muchos los que han recibido el bautismo del vapor, más son los que siguen sin pasar esta experiencia positiva que debería propiciar una mejor percepción de la utilidad del transporte público. A pesar que el desarrollo del proyecto ha resultado exitoso para Ferrocarrils, y que podía haber sido exportado con facilidad a otros operadores de transporte, parece que la idea no caló más allá. Nadie parece haberse hecho eco.

De hecho, uno de los problemas para incorporar el discurso histórico del ferrocarril al quehacer diario de la gente reside en la ausencia de cualquier tradición semejante en esta parte de los Pirineos. Más parece que, cuando esto se pretende, se esté tratando de importar alguna cosa que funciona muy bien en otro lugar sin haber entendido el por qué, si saber qué motiva a alemanes, ingleses o americanos, a gastar un tiempo de su ocio y un buen dinero de sus bolsillos, a subirse en viejos trastos animados por carbón.

Es precisamente Alemania un país por el que, casi a diario, circulan locomotoras a vapor. Las hay muchas y variadas. Su número supera con creces el millar y se las puede ver por cualquier punto cardinal. Allí siempre se afirmó que su conservación obedecía a la necesidad de mantener una reserva estratégica que pudiese garantizar un mínimo transporte, ante un contratiempo originado por la dependencia de combustibles importados; pero más se asemeja a la posibilidad de hablar en voz alta de un tiempo que a los alemanes les ha sido vedado, el de aquellos años en los que su ferrocarril resumía la potencia del Estado y era el escaparate de una supremacía tecnológica. No en vano, las placas de las locomotoras exhibían los nombres de las mismas acerías que forjaron la máquina bélica del Tercer Reich.

Pero todo esto aquí no sucedió. El pasado del transporte público español no es más que un desfile patético, una galería de objetos perdidos que con el tiempo pueden incluso parecer grotescos. Son los restos, los saldos, casi las virutas de aquellas máquinas que llevaron a Europa por dos veces a la hecatombe durante el siglo XX. En este contexto, pues, resulta extremadamente difícil construir un discurso para la historia del transporte español. Los museos dedicados a ello no conectan con el público y, experiencias como la de F.G.C. no son más que un espejismo en el desierto que, posiblemente, hoy haya olvidado el propósito inicial.

La prueba más contundente se encuentra en la utilización que se hace, de vez en cuando, de aquellos trenes viejos que han sido salvados del soplete. No se persigue con ellos la idea que expresaba Llevat, ni mucho menos se relaciona con aquella otra que mueve a muchos alemanes, ingleses y norteamericanos, a correr tras los penachos de vapor. Las apariciones de los artefactos históricos del transporte público que se han conservado en funcionamiento, no resultan otra cosa que atracciones circenses, desconectadas de cualquier tradición y, por consiguiente, sólo pueden proporcionar sensaciones, nunca revivir emociones.

Desde hace más de diez años se viene trabajando en un antiguo depósito de locomotoras, en Lleida, en la restauración de trenes antiguos. Después de este tiempo, en que se han devuelto a la circulación un número sensible de locomotoras a vapor, resulta sorprendente la escasa repercusión que esta actividad ha tenido hasta hoy. Acaso el último fabricante de zuecos de este país será más conocido que la actividad que ejercen en la Associació per a la Reconstrucció del Material Ferroviari. Gracias a un acuerdo entre la Diputación de Lleida y la Fundación de los Ferrocarriles Españoles se iniciaron, en 1996, las actividades de este grupo. Como primer propósito se procedió a establecer un servicio turístico entre la ciudad de Lleida y la Pobla de Segur, mediante un tren de vapor. Con posterioridad se acometió la restauración de diversas locomotoras por encargo de ayuntamientos o comunidades autónomas que pretendían imitar la solución leridana para sus líneas ferroviarias de escaso tráfico y numeroso déficit.

Pero a pesar de la cantidad y calidad de los trabajos descritos, la puesta en práctica de los proyectos, la supervivencia diaria de la idea, ha fracasado una y otra vez. Nunca se ha logrado la superación de la expectativa de la demanda porque se ha decidido implantar los proyectos donde tal demanda no existía. La quiebra, y posterior desmantelamiento del Museu del Transport de Catalunya resulta una prueba más que evidente. Nadie supo qué hacer con los restos de los vehículos que durante años habían asegurado la movilidad de los barceloneses, y que al final de su carrera se amontonaban en las cocheras de la ciudad que, a su vez, eran reconvertidas en espacios de uso público de los que se estaba tan necesitado. Las tentativas para aprovechar alguno de esos edificios para esbozar algo parecido a un museo eran desoídas y, de mientras, toda esa chatarra era enviada al corazón del Pirineo donde debía florecer algo que nunca se supo muy bien lo que era y en lo que se llegó a invertir una gran cantidad de dinero.

En un país sin una historia explicada del transporte colectivo, primero es necesario investigar en las raíces del fenómeno para, a partir de ahí, construir una experiencia propia. No valen las recetas extranjeras. Jamás nadie en su sano juicio creyó que este pueblo era el mejor construyendo locomotoras, autobuses o aeroplanos, aunque no cabe duda que en un país que necesitó mandar a una mitad de sus gentes, a vivir y a trabajar en las tierras de la otra mitad, el transporte tuvo que desempeñar un papel más que decisivo.

El ferrocarril, como los demás medios de locomoción, tiene entre nosotros un carácter más humano y
menos técnico. Es más qué transportaba y menos la tecnología que lo permitía, pues le era ajena. Quizás sea mostrar esa realidad la que consiga conectar con las personas y pueda ser, a partir de ahí, cuando existan posibilidades de sorprender, de emocionar. Desde ese momento se estará en condiciones de superar aquello que se pedía, y se estará trabajando de forma real por una mejor percepción del transporte público, reconociendo su papel en el pasado para advertir de su importancia en el futuro.